LAS CUATRO NOCHES DE BODA DEL REY FELÓN

  

FERNANDO VII 


PRIMERA BODA
A los dieciocho años le casaron con su prima hermana, María Antonia Borbón Dos Sicilias, y según cuentan las crónicas la noche de bodas no tuvo desperdicio porque, aunque Fernando ya era mayor de edad, todavía nadie le había contado lo que era el sexo y que en noche tan señalada sus manos tenían que hacer algo más que… bordar zapatillas.

Una vez los recién casados llegaron al tálamo nupcial, María Luisa se desprendió de sus ropas y Fernando, ante la desnudez de su esposa, empezó a soltar grititos y gruñiditos. Una vez agotado de chillar se lanzó hacia sus senos, pero, educado en la ignorancia, se agarró a ellos para propinarles chupetones salivosos como si fuera un lactante. Una vez complacido de “su toma”, Fernando se levantó del lecho, se sentó en una butaca y se dedicó a practicar su afición preferida: bordar zapatillas.
 Lógicamente María Luisa, no dudó en escribir rápidamente a su madre para contarle que tenía un marido memo. Siete meses estuvo bordando zapatillas hasta que llegó a los oídos de su padre, el rey Carlos IV, que Fernandito era la burla de todas las cortes europeas.
El papá se puso manos a la obra y le dio un “master” en prácticas sexuales descubriendo además que lo que tenía su hijo entre las piernas no era un pene tipo estándar, sino que el chaval era un portento de la naturaleza, pasando a partir de ese momento a ser conocido como el “Ariete Mayor del Reino”. Recuperó rápidamente el tiempo perdido y su mujer, que tanto se quejó porque no hacía nada, pasó a detestarlo ahora por las continuas ganas de copular que mostraba el chaval. Poco tiempo tuvo que aguantarle porque a los tres años de matrimonio una tuberculosis la llevó a la tumba.

SEGUNDA BODA
Fernando se casó en segundas nupcias con su sobrina, Isabel de Braganza, princesa portuguesa nada agraciada físicamente. La nueva esposa hacía lo indecible para contentar al monarca pero a éste  que ya habia aprendido los placeres del sexo  en los prostíbulos madrileños, no le satisfacían los insulsos encuentros con su esposa
 Gustaba el rey acabar sus juergas en el burdel de Pepa la Malagueña, y allí, como si fuera un quinceañero, hacía competiciones para ver quien la tenía más grande, jugando con ventaja porque sabía que él era el espadón de la corte. Alardeando de que  las muchachas vírgenes que  se hacía llevar a palacio: “Salen de mi alcoba seguras de que ningún hombre podrá darles el goce que han tenido conmigo. Y  el puerco añadía: ¿Y sabes lo que más me gusta después del placer de poseerlas?, pues coleccionar los trapos en los que han dejado la prueba de su doncellez”.
La reina, humillada y olvidada, se  viste y peina cómo lo hacen las putas de Madrid. De madrugada, a la hora aproximada que el rey solía llegar a palacio,  se planta en lo alto de las escaleras vestida como una puta, con dos claveles en el moño. Cuando Fernando ve a su mujer de esta guisa, se tira hacia ella, la rodea con sus brazos y a pesar del desgaste de la noche, cumple con su esposa allí mismo. Pero poco tiempo tuvo para seguir disfrazándose pues a los dos años falleció.

TERCERA BODA
La siguiente desafortunada se llamaba María Josefa Amalia de Sajonia. Para casarla la sacaron de un convento donde había vivido desde los tres hasta los quince años rodeada de monjas, sermones e incienso. A diferencia de las anteriores, María Josefa era una joven atractiva, rubia, de piel delicada, ojos azules, pero debido a su estancia entre las monjas su formación era profundamente religiosa y desconocía totalmente todo lo relacionado con el sexo.
 La noche de bodas no fue precisamente un paseo militar para Fernando. A las primeras caricias lo único que veía la recién casada eran imágenes del infierno donde ardían las pecadoras de la carne, por lo que se negó a continuar con las exploraciones y cuando su esposo le explicó que los reyes estaban obligados a tener descendencia para perpetuar la dinastía, ella le dijo que escribiría una carta a la cigüeña y rápidamente llegaría el heredero, porque así se lo habían contado las monjas y ellas no podían mentir. A Fernando, que le importaban un carajo unas aves con el pico tan largo, se lanzó a acariciar con excesiva virilidad un cuerpo tan poco habituado al contacto digital. La respuesta de ella no se hizo esperar… se orinó de miedo empapando al acalorado marido que salió de la habitación sin poder tomar posesión de tan rocosa fortaleza.
 La Curia en pleno intenta convencer a la joven, pero ésta se negaba porque “lo que quiere el rey de mí es pecado mortal”. Fernando VII no se lo pensó dos veces y escribe al Papa una dura carta en la que pide la anulación del matrimonio por negarse su esposa a la consumación. Antes de tramitarla uno de sus consejeros le comenta que quizás habría que moderar un poco el lenguaje por ser un Pontífice el destinatario de la misiva, a lo que Fernando exclama: “¡Demasiado suave! ¡O yo jodo de una vez a esa beata o que el Santo Padre anule mi matrimonio!
El Papa tuvo que intervenir tomando una decisión salomónica: la reina a la cama y el marido antes de entrar que rece un rosario. La pareja vivió junta diez años más y conociendo la fogosidad de Fernando VII si algo en su vida no se le olvidó fue rezar sus oraciones antes de irse a dormir.

CUARTA BODA
Cuando murió su tercera esposa Fernando VII frisaba los cuarenta y cinco, y todavía no había tenido un heredero. Rápidamente empezaron a buscarle otra compañera, pero al mencionarle que la candidata más idónea tenía el mismo origen que su anterior esposa, a Fernando le salió del alma:¡No más rosarios ni versitos, coño!”,
 La decisión recayó en su sobrina María Cristina de Borbón. A diferencia de las situaciones anteriores, ahora el rey era un vejestorio mientras que la nueva esposa era una joven de veintitrés “ardiente e infatigable en sus juegos y escarceos amorosos”. Con sus anteriores esposas Fernando no salía saciado del tálamo nupcial y acudía a los burdeles para quemar la energía sobrante, ahora, con María Cristina, un solo encuentro era suficiente para que partiera de la habitación resoplando y maldiciendo su merma de fuerzas.
Pero la suerte le acompañó y a los pocos meses de la boda María Cristina se queda embarazada y a los nueve meses tiene una hija, Isabel II. Luego una segunda Luisa Fernanda

 A los tres años, un Fernando VII agotado muere. María Cristina que contaba tan sólo veintiséis años cuando se queda viuda, a las dos semanas del fallecimiento encuentra al gran amor de su vida, un morenazo Guardia de Corps llamado Fernando Muñoz.
 A los tres meses del entierro ya se habían casado en la más absoluta reserva. Manteniendo el secreto a base de amplios vestidos y retiradas para descansar al Real Sitio de la Granja, María Cristina llegó a dar a luz ocho hijos que rápidamente eran enviados a París. Anhelando, tanto ella como su oculto marido, que Isabel llegara al trono para poder dejar el poder y disfrutar de la vida sin el sufrimiento de la clandestinidad.

                        

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